Las ciudades. Grandes, con altos rascacielos grises, de cristal o de colores; ocupando extensos territorios, edificio tras edificio, ladrillo tras ladrillo. Provocan una cierta opresión sobre sus habitantes.
<<Tienes que ser el mejor>> dicen los anuncios televisivos, dicen tus profesores de un sistema educativo que no lleva a ninguna parte, dicen tus padres, dicen tus compañeros. Si no eres mejor que el resto de habitantes que buscan desesperadamente ser mejores que tú no eres nadie, así de sencillo.
Recibimos un bombardeo constante de información. Los medios de comunicación nos llenan de noticia tras notica, catástrofe tras catástrofe, sin informarnos realmente de lo que ocurre. El fin es conocer todo, por el precio de no saber nada.
Los horarios nos mantienen ocupados en asuntos banales pero, al mismo tiempo, de suma importancia. Corremos de un lado para otro, siempre con prisas, sin tiempo de saludar al vecino de al lado, para mantenernos siempre ocupados, sin un momento para pensar. Si nos diésemos tiempo para reflexionar caeríamos en la cuenta de lo realmente vacíos que estamos y que, por muchas cosas que hagamos, no hacemos nada. Realmente no queremos percatarnos de ello.
Una vida rodeados de gente a la que no tenemos tiempo de atender y una vejez sin nadie alrededor y con todo el tiempo para atenderles. Las grandes metrópolis y las no tan grandes siembran la semilla de la soledad en todos nosotros, semilla que, con el paso del tiempo, va germinando, poco a poco. Antes o después la soledad impuesta nos embarga, nos llena por dentro y nos arrebata esos horarios, esas frases de mejoría continua y nos reduce a una llanura abisal. Empezamos a combatir una soledad que siempre estuvo ahí, pero que nunca vimos.
Nos llenan de felicitaciones como "Lo estás haciendo bien" y nos alientan con un "Sigue comprando" "Sigue consiguiendo lo que otros no consiguen para ser mejor". Nos incentiban a almacenar, coleccionar objetos, amigos (a los que seguimos sin poder dedicar el tiempo necesario) y dinero, a tener más que el resto; mientras vivimos ahogados en facturas de lo almacenado. Cada vez más se le pone un valor físico a todo, hasta que un día, la luz del final del túnel tenga un precio, y este sea demasiado elevado.
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