viernes, 31 de octubre de 2014

El mar, el cielo y tu techo

Ves el horizonte, y está lejos. Avanzas hacia él, y sigue igual de lejos. Tienes todas tus metas en él, pero siguen alejándose, junto a ti.

Te sumerjes en el mar. El sol se transforma en una masa de luz, sobre el agua, las nubes se difuminan y el cielo deja de ser cielo, para que el agua comience a ser todo. El agua eres tú, y tú ya no eres siquiera agua. Viéndolo todo así, te cuestionas tantas cosas. Tu vida pasa por tu mente en un momento. Piensas qué haces aquí. No en el mar, sino aquí. Quién eres. Y qué te ha hecho como eres. A dónde vas. Qué camino estás tomando.
Acaso todo lo vivido ha valido la pena? Acaso todos esos momentos buenos compensan todos esos momentos malos? Te preguntas y no hayas respuesta alguna. Quizá es que no quieras encontrarla, por tu bien. Quizá todo está bien como está, y no hace falta pensar.


Te tumbas en el césped, admiras un cielo repleto de estrellas, lleno de su gigantesca luna blanca. Te sientes pequeño. Realmente sientes que todo es demasiado pequeño, aunque tú, bajo ese azul tremendamente oscuro, te sientes un poco más diminuto. Poco te queda por hacer, y nada que quieras. Dejaste de querer con la última lágrima que derramaste. Tras eso, nada. Solo un vacío infinito que recorre tus venas, tu cuerpo, tu alma podrida, si aun te queda de eso. No piensas que te quede, qué vas a tener tú alma. Qué vas a tener tú nada.


Te metes en la cama, te enfundas bajo e colchón, recoges tus rodillas, tus tobillos, y te presionas contra ti mismo. Tienes frío, mucho frío, y ya no sabes qué hacer. La habitación está negra. No puedes ver las paredes, ni la silla, ni la mesa, ni el montón de hojas rotas y escritas, todas, sobre ella. Ya no quedan hojas por escribir. Ya no quedan hojas que manchar con tus emociones raramente venideras. Ya no quedan libretas por llenar. Ya no hay unos ojos a los que mirar, ni siquiera a los del espejo. Ya no quedan espejos en tu casa, no te quieres volver a ver. No es porque te odies, no crees tener ya, la fuerza necesaria para odiarte. Aun así, miras el techo, te preguntas qué hará el vecino de arriba, o el de abajo. Te preguntas qué hará la humanidad. Qué hizo antes de ti. Qué hizo durante ti. Qué hará después de ti. Hay preguntas que no puedes evitar, y respuestas que no tardan en llegar.

Te despiertas sangrando, aun, por los brazos. Por las piernas. Por el torso y la espalda. Por el rostro. Las manos manchadas buscan la manta, tu lengua ensangrentada busca pronunciar tu nombre, tus pies buscan desaparecer, y terminas desapareciendo.

martes, 28 de octubre de 2014

No sé de qué hablar, qué contar



No sé de qué hablar, no sé de qué escribir.
Quiero escribir sobre todo,
Pero no tengo tiempo.
Quiero escribir sobre ti,
Y sobre mí.
Quiero escribir, y contar, tantas cosas;
Tal vez solo quiera escribir.
Tal vez no quiera contar nada,
Tal vez.
Quizá sea así de raro.
Quizá esté loco
Por querer plasmar unas ideas
Sin conocerlas aun siquiera.
Tal vez escriba para conocerlas,
Para conocerme.
O tal vez escriba para desgarrar
Las palabras, o las hojas,
O mi alma.
A lo mejor solo escribo
Para llenar las hojas.
A lo mejor solo es eso.
Qué sabré yo sobre mí
Si eso es lo que estoy intentando descubrir
Ahora mismo, escribiendo.
Qué sabré yo, si no sé nada.
Si solo sé que escribo,
Y soy yo, gritándole a la nada.

martes, 21 de octubre de 2014

Merienda

Volví a pedir café para dos, muchacha, café para dos. Café para mí, café para ti, como siempre hemos hecho, y lo sirvieron. En mi mesa tenía café para dos y no sabía qué hacer con él, no sabía si conversar, discutir, hablar de qué sería el mundo ahora que estoy sin ti, porque no estás, y yo tengo café para dos. El barman me mira desde la barra, con ojos curiosos; tal vez se piense que estoy loco, por pedir café para dos, cuando soy uno solo. Pero vendrás, sé que abrirás esa puerta, algún día, y aparecerás tras ella, te sentarás frente mía, y tomaremos juntos, café para dos, muchacha, café para dos.

domingo, 19 de octubre de 2014

Podría

Podría escribirte tantas cosas esta noche,
versos perdidos en mi memoria de poesía mediocre,
versos olvidados, y rescatados del olvido,
versos sin fin alguno; sin sentido

sábado, 18 de octubre de 2014

No sé si pensar que sigues ahí,
o que no estás,
o que te fuiste,
o que esperas algo que no conozco.

No sé si pensar;
si pensar, o no pensar.

Te fuiste


Te fuiste de mi vacío. Te fuiste de mi todo. Te fuiste
y no volviste.
Te fuiste, para no volver.
Y aun te espero esas tardes de verano, y de invierno,
y de otoño y sus hojas caídas.
Y aun te espero, frente a la ventana, frente a aquellos campos
donde corríamos noches enteras,
donde nos hacíamos los felices
o los tristes,
o, qué sé yo;
donde nos hacíamos nosotros.

martes, 14 de octubre de 2014

Hablándole a la nada

Vivo hablándole a la nada,
conversando con el silencio,
jugando con el vacío,
luchando por el inexistente tiempo.
Vivo sin saber que vivo.
Vivo siendo lo que tú querrías,
o qué sabré yo,
si solo soy tu títere,
tu marioneta vacía,
tu juguete triste.

Me odio

Me odio
por ser tan fría,
por ser tan yo,
por no ser, como yo querría.

Me odio
tal vez por todo
por no ser mi todo,
y dejártelo ser a ti.

Nunca  debí
dejarte ser mi todo.
Nunca debí
hacer lo que hice,
ser como fui.

Me odio.
Por ser así.


Me odio
por ser lo contrario a ti,
por ser puro odio,
por ser, y sentir.

Me odio
tal vez, por el espejo,
tal vez, por tu mirada,
tal vez, tal vez por nada.

Me odio
sin saber por qué
o sabiéndolo, y es por todo,
y es por ser
por nacer.

Me odio.
Por ser así.

 

Me odio
y a la vez te odio.
Nos odio.
Nos odio por no ser
lo que podríamos haber
llegado a ser.


Me odio
por mirarme así
por mirarte así
por mirarles, de esta,
esa, o aquella manera.

Me odio
por andar como ando
por las calles,
por las aceras, respetando
sus sombras, sus colores.
Por andar como ando,
por la vida, y por los sueños.
Porque ya no sueño.
Ya no ando.

Me odio.
Por ser así.


Me odio
por mis pensamientos,
tal vez por mi querer
a lo que no he de querer.
Por creer, tal vez,
en lo que no he de creer.

Me odio
por sus pensamientos,
también,
por sus miradas,
también,
por sus palabras,
también.

Me odio
y aunque hable,
y diga, y espante
el por qué;
quisiera saber por qué.
Por qué he de ser
yo el que es así.
Por qué he de ser
yo el que odia,
yo, el que acomula
odio, ira,
contra un mundo que susurra,
contra un mundo, perdido,
contra un mundo, esquivo,
dictador de ultimátums,
dictador de sables, y obleas;
todo en uno,
todo mío,
y todo, al mismo tiempo,
vivo.

Me odio.
Por ser así.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Escribía

El cielo se cerraba frente a él. Las nubes, negras, oscuras, lentas... formaban densas capas que separaban el azul y las estrellas de la tierra. Ya no podría volver a conversar con la Luna, esa  mujer esbelta, siempre alta, inalcanzable, con la que quizá demasiadas veces se carteaba.
El viento era el cartero, transportaba sus palabras en sobres versados, sobres inmensos, y pequeños. Le gustaba escribirle a la Luna, a esa esfera blanca, a ese amor imposible; tal vez porque en el fondo sabía que nunca las recibía. Sus cartas. Le gustaba perderse en el mar de las incongluencias, de los sonetos, de las historias cortas, y largas.
El mar también se cerraba poco a poco. Se volvía oscuro, inmóvil, sólido, quizá. También le gustaba hablar con el mar, y con los veleros que navegan lejanos, hacia la línea del fin de los días. Se sentía identificado con él. Tan amplio, pero tan solo. Lleno de vida, y vacío. Tan incoloro, tan desagradable al sabor. Tan desconocido. Le gustaba escribirle al mar, y dejar las cartas en alargadas botellas, esperando su hundimiento, precipitándose hacia el fondo, hacia el suelo, hacia la oscuridad; donde permanecería hasta el fin de los días, para ser leída contínuamente.
Los árboles perdían sus hojas, una a una. Habían perdido su color marrón, su color verde, su color azul, o rosa, o amarillo; solo quedaba negro, un oscuro negro. Le gustaba conversar con ellos. Se sentía a salvo, tan rodeado de vida, de calor. Le escuchaban, impasibles, inamovibles, siempre en el sitio, siempre quietos... y eternos. Los árboles nunca morían, siempre dejaban otro que supliese su lugar en el bosque, o en el jardín, o en el campo. Sabían que debían estar allí, y allí seguían estando. Le gustaba escribirle a los árboles, y dejarle las cartas en sus troncos huecos, entre sus enredadas ramas y sus profundas hojas. Sus palabras, junto al folio, mutarían junto al árbol, siempre con afan de cambio, con las estaciones. Cambiarían en otoño, y en invierno y sus nevadas, y en primavera y sus flores, y en verano y su intenso calor. Cambiarían junto a la vida, y estarían vivas. Sus palabras, por fin, cobrarían vida.
Pero ya nada tenía vida. Todo yacía vacío, oscuro, tras una densa niebla negra... muerto. No había vida, no habría más palabras, más cartas, más sobres, más botellas... El mundo daba a su fin, y él fallecía junto al mundo. Los últimos rayos del poco sol que aun quedaba en pie se desvanecieron tras las nubes, se perdieron.
El acto se dio por acabado, las nubes, la niebla, la luna, las estrellas, los árboles, el mar, la señora impasible, las botellas, los bosques y el hombre que escribía saludaron a un público deshecho, formado por el olvido de las décadas, de los años que llebaba acabándose el mundo.
Volvieron a sus camerinos, uno por uno, sacudiéndose el polvo; entraron por sus puertas, desapareciendo, para escribir un día más, sobre qué fue, de lo que nunca fue nada.

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