domingo, 25 de mayo de 2014

El asesino de la madurez

Sentí el dulce olor del cadáver a mis pies.
Ejecuté el amor llevado a su más profundo sentimiento.
Yo conocía las luces y oscuridades del verbo último. Conocía y sentía, y era la única persona que lo alcanzaba; nadie me comprendió nunca.
Pero ella lo supo, comprendió junto a mí, y me pidió que la asesinase, me pidió que le librase de la aberración de la vida. No explícitamente, por supuesto. En el amor las cosas no funcionan así. No hizo falta que ella lo dijese mediante el uso de la palabra para que supiese lo que quería. Quería morir.
Al principio me costó comprenderlo. Me tenía a mí, lo demás no importaba. Pero poco a poco fui dándome cuenta de lo que realmente significaba para ella morir a mis manos. De esa manera pude demostrar lo que realmente la amaba, pude demostrar que el uso de mu amor llegaba más allá del de cualquier otro ser humano. Y así fue.

Estábamos los dos sentados en el bosque, escuchando el sonido de las hojas al caer de los árboles. Ella me miró y sonrió y en ese momento lo supe. Sabía que el amor era mutuo y que el verbo quedaría en singular, como debía ser. Sabía que no podíamos desproveernos el uno al otro de la vida al mismo tiempo y por eso mismo, por el amor que ella me producía, quería hacerle el favor, quería que ella fuese feliz en otro lugar aunque esto me produjese una vida de dolor.
Así pues, tras su mirada, coloqué dócilmente las manos sobre su cuello. Era un cuello precioso, único, si puede decirse. Esbelto, de cisne, de esos que llaman al estrangulamiento. No habría hecho uso de esta técnica de matar si hubiese tenido un cuello horrendo, si hubiese sido un cuello encajado entre los hombros. Pero no lo era, era largo, frágil y flexible.
Por dónde iba...sí... Coloqué mis manos alrededor de su articulación y la presioné débilmente, al principio. La hice tumbarse de espaldas, con la mirada al cielo, respirando el infinito aire que cruzaba su nariz. Ella sonrió de nuevo, es más, nunca dejó de hacerlo. Los tendones y cartílagos cedieron y la horrible escena finalizó con un ligero *crac*.
Sus ojos quedaron abiertos, fijos en un lugar tras su cabeza que yo no podía ver. La expresión de su rostro era de felicidad, y de amor.  Era una expresión tierna, como de una niña pequeña, de esas que corretean de un lado a otro sin preocupaciones.
Me reí. Comprendí que el amor verdadero no puede durar eternamente. Comprendí que he sido el único hombre con la servilidad suficiente como para despojarla del dolor continuo que produce la vida.  Estoy orgulloso de ese día.

Después de contarle mis recuerdos, ¿no ha cambiado de opinión? ¿No piensa ahora que soy una bellísima persona? Yo, por mi parte, así lo creo, y oído lo dicho, me considero el único ser cuerdo en este mundo. Podría decir que usted es el humano de mala fe, ya que le obliga a su esposa a vivir un sufrimiento y a sufrir una vida, sin ofrecerle siquiera la opción al cambio. Pero no lo hago, no me meto en vuestras vidas, haced lo que queráis, sucios, pero ni se os ocurra clamar que yo no amé y que yo no amo.  Ni se os ocurra clamar que soy un asesino como cualquier otro. Los asesinos matan por arrebatarle algo a alguien, yo lo hice para brindarle la posibilidad de acudir a otro plano existencial y abandonar el nuestro, repleto de enfermedad, guerra y hombres de mala fe. Yo lo hice por amor.

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