El cielo se cerraba frente a él. Las nubes, negras, oscuras, lentas... formaban densas capas que separaban el azul y las estrellas de la tierra. Ya no podría volver a conversar con la Luna, esa mujer esbelta, siempre alta, inalcanzable, con la que quizá demasiadas veces se carteaba.
El viento era el cartero, transportaba sus palabras en sobres versados, sobres inmensos, y pequeños. Le gustaba escribirle a la Luna, a esa esfera blanca, a ese amor imposible; tal vez porque en el fondo sabía que nunca las recibía. Sus cartas. Le gustaba perderse en el mar de las incongluencias, de los sonetos, de las historias cortas, y largas.
El mar también se cerraba poco a poco. Se volvía oscuro, inmóvil, sólido, quizá. También le gustaba hablar con el mar, y con los veleros que navegan lejanos, hacia la línea del fin de los días. Se sentía identificado con él. Tan amplio, pero tan solo. Lleno de vida, y vacío. Tan incoloro, tan desagradable al sabor. Tan desconocido. Le gustaba escribirle al mar, y dejar las cartas en alargadas botellas, esperando su hundimiento, precipitándose hacia el fondo, hacia el suelo, hacia la oscuridad; donde permanecería hasta el fin de los días, para ser leída contínuamente.
Los árboles perdían sus hojas, una a una. Habían perdido su color marrón, su color verde, su color azul, o rosa, o amarillo; solo quedaba negro, un oscuro negro. Le gustaba conversar con ellos. Se sentía a salvo, tan rodeado de vida, de calor. Le escuchaban, impasibles, inamovibles, siempre en el sitio, siempre quietos... y eternos. Los árboles nunca morían, siempre dejaban otro que supliese su lugar en el bosque, o en el jardín, o en el campo. Sabían que debían estar allí, y allí seguían estando. Le gustaba escribirle a los árboles, y dejarle las cartas en sus troncos huecos, entre sus enredadas ramas y sus profundas hojas. Sus palabras, junto al folio, mutarían junto al árbol, siempre con afan de cambio, con las estaciones. Cambiarían en otoño, y en invierno y sus nevadas, y en primavera y sus flores, y en verano y su intenso calor. Cambiarían junto a la vida, y estarían vivas. Sus palabras, por fin, cobrarían vida.
Pero ya nada tenía vida. Todo yacía vacío, oscuro, tras una densa niebla negra... muerto. No había vida, no habría más palabras, más cartas, más sobres, más botellas... El mundo daba a su fin, y él fallecía junto al mundo. Los últimos rayos del poco sol que aun quedaba en pie se desvanecieron tras las nubes, se perdieron.
El acto se dio por acabado, las nubes, la niebla, la luna, las estrellas, los árboles, el mar, la señora impasible, las botellas, los bosques y el hombre que escribía saludaron a un público deshecho, formado por el olvido de las décadas, de los años que llebaba acabándose el mundo.
Volvieron a sus camerinos, uno por uno, sacudiéndose el polvo; entraron por sus puertas, desapareciendo, para escribir un día más, sobre qué fue, de lo que nunca fue nada.
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