Estaba preparado, era el momento. Un momento tan esperado y ansiado en años. Tenia al chico apenas un metro a mi izquierda y un cuchillo largo de cocina bajo la manga de la sudadera, balanceándolo arriba y abajo delicadamente con los dedos.
Poco a poco el mango negro se acopló a mi mano y como si de un pájaro se tratase tiró de ella y voló en dirección a mi amigo, precipitándose a gran velocidad sobre su brazo y atravesándolo con fuerza. Salió igual de rápido que entró, para volver a clavarse en el otro, en el mismo punto, a la mitad del bíceps.
Di un paso hacia atrás aún con el arma en la mano para observar la imagen que acababa de crear. La adrenalina saturó mis venas y una vaga sonrisa se hizo un hueco en mi vacío rostro. Su cara, desfigurada por el dolor y la sorpresa me miraba con ojos clementes, a mí, en ese momento rebosante de éxtasis. Ya no había vuelta atrás, lo que había comenzado debía acabar...con su vida.
Se dejó caer sobre el suelo en posición fetal mientras sus lágrimas comenzaron a brotar y a caer, como dos ríos inagotables; lluvia sobre un suelo ya manchado de rojo.
El ave invisible volvió a tirar de mí. Avancé hacia él muy lentamente y le levanté del suelo sujetándole por el brazo. Cuando ya lo tuve de pie y apoyado en una pared blanca empecé a introducirle el dedo pulgar en la zona delantera de la herida y el índice en la trasera. Poco a poco se iba desangrando y, de la misma manera, se le iba esfumando la vida. Pero no. Me tenía que durar más. Quería disfrutar más. Solo un poco, mientras la punta se iba introduciendo en su boca, cortándole los labios a medida que avanzaba e iba apareciendo tras la nuca. Quería disfrutar más, solo un poco.
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