Ya llevaba varias horas (desde que el Sol se puso) allí sentado, en la baranda de su balcón, que lo separaban de la caída.
Desde ese lugar se veía el mundo tan...pequeño, tan distante, tan externo.
Y en cambio, cuando bajaba por el ascensor de su edificio, al salir por la puerta, el mundo se le venía encima, porque pasaba a ser su mundo, aquel que le oprimía, aquel que le encarcelaba.
Estaba condenado a un cuerpo físico, y, peor aún, a un alma, a unos sentimientos, llámenlo como quieran, el pobre chico siempre ansió ser libre, pero nunca pudo.
Unos sentimientos que le traicionaban, al igual que su forma de ser.
Le dijeron que iría al psicólogo, que lo llevarían, ¿pero un psicólogo para qué? ¿Para contarle sus problemas a cambio de dinero? Para eso ya contaba con sus peluches, esos sí que sabían escuchar, siempre fueron sus mejores amigos, además, no le pedían cobro.
Podría acabar ya con todo esto, podría...
Pero no era lo suficientemente fuerte, no tenía voluntad para seguir adelante, cuando no era una cosa, era otra, y cuando no, todas juntas.
Se tiró.
Durante la caída no vio su vida pasar, como suelen decir, solo un rostro.
Fue el suyo, riendo, estaba frente a un espejo.
Un puñetazo al cristal significó el choque de un cuerpo ya sin vida contra el techo de un coche.
Cuando la gente y la policía se acercaron al cadáver, había algo inusual en él, una sonrisa, su primera sonrisa.
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