Os hablaré de ella. Sentada siempre al final de la clase. Os hablaré de cómo piensa, de cuánto sabe. Os hablaré de qué hace, y qué no hace.
Os hablaré de ella. La chica que no conoció el bien.
Era un todo declive. Era un todo soñar pesadillas. Era un todo corridas de rímel.
Era un todo medias sonrisas. Era un todo, y eso era, precisamente, lo que la perdía.
Os hablaré de ella. De cómo rompía su sangre. De cómo se curaba con tiritas de alambre.
De cómo lloraba. Y de cómo mataba el hambre.
Os hablaré de ella. Os hablaré de la chica que quería un cuerpo cien, de la que quería encajar en algún lugar, de la que quería ser; de la que quería dejar de ser.
Os diría que todo comenzó con una única incisión en su piel, y os mentiría. Todo empezó con un recuerdo, y también, con su falta. Empezó con unos ojos que morían. Con unas manos gachas. Con un cuerpo que no vivía.
La niña creció, atormentada, por fantasmas de quienes no comprendían. Y qué iban a comprender ellos, si esa era su vida. Y ojalá no hubiese sido su vida.
La niña, ya no tan niña, conoció gente; y miles de formas de atenderles, a los recuerdos que se mueren.
La niña, ya no tan niña, incidió en su piel; una, y otra, y otra vez.
Quizá era esa su manera de redimirse, de castigarse. Quizá era esa, su manera de extinguirse, de matarse.
La chica no era como las demás, solo hacía falta hablarle. La chica no era como las demás, mírale sus brazos, mira lo que se hace.
Lo menos, se podría decir, que la chica era especial. Era demasiado buena para este mundo en particular.
Y no lo soportaba. Claro que no lo soportaba. Cómo iba a soportar ser única en un mundo de mente y ojos mudos, de no tener igual.
Os hablaré de ella. Os hablaré de la chica que vive y muere, todo junto, sin parar.
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