lunes, 18 de agosto de 2014

El poeta que no escribió un solo verso

Hay hombres poetas que nunca han escrito un solo verso.

Recuerdo un verano que pasé en Italia; en un pequeñísimo pueblo. Alquilé una habitación de una solitaria casa de costa donde vivía una pareja mayor. Él tendría setenta años, pero su melena plateada ondaba el viento como si aun fuese adolescente. Su sonrisa parecía querer escapar de su rostro, volando, bajo su poblado y largo bigote blanco. Jamás había visto a un hombre sonreír tanto.
Ella, por el contrario, tenía los movimientos lentos y la mirada, con los mismos ojos almendrados y marrones de su marido, perdida más allá de donde nadie pudiese mirar. Siempre estaba triste, añorando un pasado ya olvidado por muchos. Si prestabas atención, a veces le escuchabas decir, para sí: 'pero nunca llegó a crecer, pobre ¡pobre hijo mío!' Tras lo cual derramaba alguna lágrima.

Por la mañana bien temprano, después de que el gallo diese su primera nota (no hacía mucho la pareja había construido un gallinero a pocos metros de la casa), Gio se levantaba y nos preparaba un apetitoso desayuno. Con el tiempo yo también aprendí a despertarme con el canto del animal y así poder ayudar a mi reciente amigo.
La mañana él la solía pasar haciendo maquetas o arreglando algún mueble antiguo, mientras que ella observaba a las gallinas y las alimentaba. La tarde era en compañía; Enda se sentaba junto a su marido, mirando el horizonte, mientras este pescaba algunos peces para la cena. A veces también nos divertíamos jugando a algún juego de mesa.

Los viernes Gio invitaba a cenar a Max, un indigente de unos cuarenta años, con la piel blanca como la nieve, el pelo dorado y los ojos claros, al que la vida no le había tratado demasiado bien. Esas noches eran las mejores, Gio nos contagiaba su sonrisa y todos reíamos y bebíamos hasta altas horas, cuando nos íbamos a dormir, incluido Max, que daba gracias por un techo y una cama seca (dormía sobre un colchón en mi cuarto, pero a mí nunca me molestó).

Los días se hicieron semanas y las semanas meses, dejé de ser huésped para ser una más de la familia. Terminaron rechazándome el poco dinero que costaba la habitación, alegando que ya hacía mucho por ellos ayudándolos en las tareas.
Ampliamos el gallinero de la pareja; de esta manera se sacaban unos ingresos vendiendo huevos a los bares de la zona y con los que sobraban Enda podía hacerle tortilla de patatas a Max para el camino.

Pasé treinta meses con ellos, y de eso hace ya dos años. Aun me sigo levantando por la mañana temprano, recordando el canto del gallo, y suelo ir a pescar los domingos.
Nos carteábamos todas las semanas, mandándonos alguna foto de vez en cuando, y contándonos cómo estábamos. Hasta hace diez días.

Recibí una carta del pequeño pueblo. La caligrafía era no más que legible y las letras apenas se sostenían en línea recta. Era Max. Decía que Gio había fallecido la mañana del sábado; no consiguió desperar. Debía ser fuerte y feliz por Enda y por él, pero los años le habían terminado venciendo. A la mañana siguiente la muerte se la llevó a ella, también en su cama. De pena, decía.
Además adjuntaba una fotografía del testamento, en el que me dejaban la casa, junto con el gallinero, y a Max, los ahorros que habían guardado.

Dicen que si observas la costa mientras anochece, si observas bien, puedes ver una pareja de ancianos evadiéndose junto a la luz, sonriendo y pescando; conversando alegremente de su día a día, de las gallinas, de Max, y de un extraño huésped que, sin pretenderlo, les cambió la vida.

Hay hombres poetas que nunca han escrito un solo verso, y Gio era uno de ellos.

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