jueves, 27 de junio de 2013

El chico que se aficionó a matar.

La rabia fue creciendo dentro de mi pecho, entre fluctuaciones de compasión y humanidad.
La rabia, la ira, la furia.
No podía aguantarlo más, me acerqué a la cocina, cogí el cuchillo, el mismo con el que un día me saqué sangre a mí mismo, y lo maté.
Me divertía ver como la sangre, roja, muy oscura, salía sin parar a borbotones del cuello de mi víctima.
Una apuñalada, y otra, y otra, pude llegar a contar 50, al menos. Ella ya había muerto, pero seguí apuñalándola. Cada día de rabia desembocaba en un nuevo agujero rojizo en su cuerpo, ya no salía apenas sangre. Las lágrimas me empezaron a caer, al compas de los golpes, y caían sobre ella, se entremezclaban entre la sangre y se perdían. Eso me enseñó que la ira siempre gana a la compasión, a la humanidad, la ira (la sangre) había absorvido todas mis lágrimas (la humanidad), ya no me quedaba ninguna, y volví a matar.

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